de cómo íbamos a comprar su chocolate todos los martes.

A mí la verdad es que no me gustaban sus manías persecutorias hacia aquel chocolate. No me gustaban ni un pelo. Pero no había persona en el mundo que pudiera mirar a aquellos ojos suyos y parecer enfadado, o parecer algo, simplemente. Tampoco me gustaba que tuvieramos que comprarlo en aquel lugar, lleno de gente de dudosa calidad moral y humana. No es por criticar sin razón, pero tengo un gran aprecio a los supermercados de barrio, de los que huelen a pan recién hecho por la mañana y a pan seco por las tardes. Cuando íbamos a comprarlo siempre era el mismo día del mes y a la misma hora. Esperábamos en la puerta, lloviera, nevara o hiciera un calor insoportable, a que el tendero abriera la puerta metálica que daba a la calle. Muchas veces se enfadaba con nosotros porque le pisábamos el suelo, recién fregado, pero yo no tenía la culpa de que a ella se le ocurrieran semejantes ocurrencias, la verdad. Luego lo cortaba con un gran cuchillo, de aspecto grotesco y amenazador, un trozo de la gran barra de chocolate que conservaba detrás de la barra transparente. Y lo envolvía cuidadosamente en un trozo de papel albal. Ella se lo guardaba en el bolso, como quien se ordena el dinero en el bolso después de salir de una caja de ahorros, bien metido en un bolsillo interior. El chocolate no era demasiado caro, pero tampoco tenía demasiada buena pinta. Muy oscuro y sólido, quizá demasiado. De ese tipo de chocolate que sabes que vas a necesitar una buena mandíbula para masticarlo; aunque ella tampoco la necesitaba, no es que masticara mucho, sino que pasaba las horas saboreándolo lentamente. Luego salíamos a paso firme, hasta el coche, y en todo ese camino ella miraba a ambos lados, intentado encontrar a algún ladrón escondido detrás de un coche. Luego se metía en mi Fiat y cerraba la puerta inmediatamente, asegurándose de haber echado el seguro. En el camino no hablábamos, pero tampoco era diferente de todos los días del año. Y al llegar se tumbaba en el sofá, con cara de pocos amigos, como si hubiera cumplido la misión más grande de toda su vida.

5 comentarios:

  1. ese chocolate me resulta familiar ;)
    pd- me gusta ese pájarillo!

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  2. Me gustan esa clase de arrebatos, y el chocolate difícil.
    Iván tiene ambas piernas gracias a dios, la historia de lo que le pasó ya la había publicado :)

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  3. (fiiiiiu pum!)
    Aterricé aquí hace nada y comento sin dudar en esta entrada que me ha encantado.
    El chocolate es demasiado...

    (tesigo)

    Crêpes
    rellenos de
    risas contagiosas.

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  4. Me has dado hambre de meriendas de cuando era niña. En verano lo comía en el parque, y en invierno con leche y una manta calentado en el microondas, jeje.

    (Cuando Lorraine va a por pan no puede resistirse y siempre lo empieza por el camino... Lo cierto es que nunca la he descrito en un relato publicado en el blog, y menuda sí es, pero no demasiado pálida ni demasiado delgada. Su melena larga sí la conserva.)

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  5. Yo siempre que como chocolate me lo dejo varios segundos en el paladar hasta que se derrite finalmente. Nunca he sido de morderlo.

    Un besito.

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