el pequeño de Pete.

A Pete se le encogían todas las venas de su cuerpecito cuando ella se iba y lo dejaba allí. Solo. Abrazado a la almohada demasiado blanda para su cuello de porcelana china. Él hacía que dormía cuando la oía levantarse, a tientas, con la luz filtrándose por los escondrijos de la persiana y ella no lo notaba. Nunca había notado su mentira. Sus ojos cerrados con llaves de embustes. Cuando sonaba el grifo de la ducha a Pete se le escapaban un par de lágrimas por sus ojos cristalizados. Quizá más, cinco o seis. Y se enjuagaba los párpados con la palma de la mano, secándose la pena en la funda nórdica. Cuando la oía coger las llaves y abrir el cerrojo, él apretaba fuertemente los puños, recordándose lo cobarde que era en momentos como aquel. A veces había estado tentado de levantarse y rogarla que volviera con él. Con el pequeño de Pete. Pero él mismo sabía que Anna no querría. Lo miraria de aquella forma, dura y fria y se volvería a dar la vuelta y saldría casi corriendo por la puerta olvidándose de quién dejaba en el descansillo. Por eso no lo intentaba si quiera. Sólo se quedaba unos minutos más en la cama, con su columna vertebral asomando cada vez más entre la piel pálida. Luego se levantaba y se ponía su jersey de lana, dejando la hbitación otra vez vacía de la soledad de la adolescencia.

2 comentarios:

  1. Pete debería desayunar bien, para coger fuerzas y retener a Anna en la cama hasta el mediodía. Y luego si eso ya que la deje marchar, cuando el cuarto se haya templado y no hiera tanto quedarse allí solo.


    (te dejo unas
    cuantas miguitas
    de pan para que se
    las des a tu alondra)

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  2. Dile a Pete de mi parte que se abrigue bien, que se ponga dos jerseys de lana gorda si hace falta, que no puede ser bueno que sus huesecitos pasen tanto frío en esa habitación solitaria. Y dile también, de parte de Jack, que la soledad es igual de mala que el olvido.

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