Boris acusaba de narcolepsia los últimos jueves del mes. Se sentaba frente a la ventana mientras se rascaba la via de la mano derecha con fuerza, como si le estuvieran metiendo todo el dolor por ahí y quisiera sacárselo de golpe. A veces acababa dormido allí, en la butaca, pero se desvelaba pronto al darse cuenta de que la mascarrilla de oxígeno se le había deslizado hasta la barbilla y sentía que ya no respiraba bien, que se moría allí sentado. Poco a poco. Y eso le aterraba. Siempre me contaba que él, al contrario que la mayoría, no quería morirse durmiendo, en un acto tan banal y tan primitivo. Sino que quería sentir como se le cerraban los ojos lentamente y se le entumecian las piernas. Como se quedaba sin oxígeno a pesar de que la bombona siguiera haciendo efecto y como se le pasaba su vida por delante sin que pudiera saltar a ningún episodio anterior. Por eso nunca le apetecia dormir demasiado y avisaba a Markov que le agitara rápidamente si notaba que había dormido ya demasiado. Por si las moscas. Pero el insomnio de Boris no era por su miedo a la presencia de la muerte. Simplemente tenía pesadillas. Pero las suyas no eran de las que te quedas sin voz y no puedes gritar, no eran de las que no sientes las piernas y no puedes escapar, no eran de las que te encuentras atado a una via y el tren viene hacia tí y tú sabes que no te verá. No. En sus pesadillas Boris también era el protagonista, pero era él mismo quien se daba miedo. Miedo de recordar lo que alguna vez habia hecho. Miedo de sentir que no sentía arrepentimiento y que así, de ninguna manera, iba a ir al cielo con Krushev. Eso le hacía temblar de pavor.

2 comentarios:

  1. Hace mucho que no comentaba por aquí (aunque debo admitir que siempre te leo, y más cuando se trata de Boris, que me encanta)

    Crêpes
    rellenos de
    sonrisas.

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