La primera vez que Markov se compró el primer periquito verde, contaba su edad con los dedos de una mano. Realmente no se lo compró él, sino que fue un regalo de cumpleaños un poco anticipado. Se había pasado las semanas anteriores a aquel día pensando el regalo perfecto, rompiéndose los puños al apretarlos tan fuerte contra su cráneo, escrutando cada nueva idea que se le venía a la cabeza. ¡Un coche teledirigido! ¡Una pelota de cuero!. Pero luego se acordaba que ya tenía todas esas cosas y que le esperaban impaciente cubieras de dos centímetros al menos de polvo en la despensa de su casa, al lado de las latas de conservas y del papel higiénico. Un día, al leer un cuento infantil, nada vulgar y soez como los que se editan ahora, se dió cuenta de que quizá la vida consistiera en ocuparse de alguien. Blancanieves de los Siete Enanitos (¿quién iba a llegar sino al estante de arriba de la cocina de madera?), los príncipes de las princesas (¿quién las iba a proteger sino de los malhechores?), los Tres Cerditos a la Inmobiliaria que patrocinara aquellas casas tan elegantes (¿quién iba a hacer sino que subieran las ventas?). Pues eso. La vida se basaba en eso. En entender que la gente dependía de tí para un fin u otro. Pero, ¿quién puede depender de un niño que no sabe limpiarse los mocos correctamente?. Un pájaro. Pero sólo aquel que conserve la esperanza de que alguna vez al niño se le olvidará cerrar la jaula y él podrá escapar. Sólo un pájaro verde puede depender de eso. ¿No?

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