Nos decía que no era nada, mientras la enfermera le untaba altas dosis de crema hidratante en los pómulos. Nadie se lo creía, ni Markov ni yo, e incluso ni él mismo. Sólo lo hacía para autoconvencerse de que el dolor no existía, aún cuando a veces le impedía expirar por fin. Nos miraba desde la cama, con aquellos ojos de cordero pseudo degollado, como si no hubiera matado a nadie en su vida. Eso sí que no era creíble. Desde el primero hasta el último de sus enemigos fue asesinado por él una noche de Octubre del 55. Eran cosas que no se contaban a no ser que estuvieras en su círculo más íntimo. Yo lo estaba. Markov también. Por eso no nos engañaba aquella cara de pena nauseabunda que ponía, como si no mereciera estar allí. No queman a nadie en vivo y en directo si no tienen una verdadera razón para hacerlo, y quiénquiera que lo hubiera hecho la tenía. Y muy gorda. Boris nunca buscó el culpable a aquel incendio, pues de alguna forma sabía que si empezaba a tirar de la cuerda, saldrían todos aquellos trapos sucios y malolientes que tanto tiempo le había llevado guardar. Y ahora, con Markov a su lado, no era conveniente despotricar de uno mismo. O al menos gratis, claro.

2 comentarios:

  1. Recomiendo una lavadora hasta los topes. A ver qué pasa.


    (y té para
    el postre)

    ResponderEliminar
  2. A veces Boris me estremece. Me parece de esos a los que hay que querer con miedo por si les haces daño y acaban contigo. Pero a veces me apetece abrazarle.

    ResponderEliminar