Olga lo hacía todo bien. Era de aquellas chicas que sabes que cumplirán con creces tus deseos, a pesar de que nunca se los desveles. Cuando la conocí todavía tenía los labios rojos como las fresas que mi madre solía recoger antes de que empezara la primavera, y conservaba, aún, los ojos de tristeza contenida por su patria. Markov solía meterse con ella a menudo, por esa manía de parecer tan modosita y tan simple. Como si no fuera más que una mancha en el papel pintado de la pared, o un engrosamiento de los propios capilares de la piel. A veces parecía no ser nada más, como si no le gustara estar, y prefiriera lo de permanecer sin ser vista, sin ser observada por la multitud enfervorizada ante sus pasos lentos, ante sus miradas de reojo o sus sueños sin cumplir. Ella era todo y a la vez nada, pero la nada que no se ve ni se intuye, la que nadie podía notar si no te llamabas Boris y nunca habías matado a cien personas y estabas tan tranquilo. Markov gruñía a veces con la idea de que era una virgen que Boris había comprado en algún club de alterne, o que incluso ni tan siquiera se había tocado a ella misma nunca. Yo siempre supe que Markov había estado enamorado de Olga desde el día que la vió por primera vez, sujetando el café con leche a su padre, mientras éste sentado en la butaca de cuero del salón miraba al otro lado del muro de la vejez. Entonces, a pesar de ese instante familiar e insípido, había querido tocarla y arrimarse a ella, como una piel joven en busca de su alma gemela.

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