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una tarde, Boris, pocos días antes de morir, me contó que tenía siete hijos. Todos varones. Cada uno de ellos de una mujer diferente. Nunca se habló con ninguno. Tampoco tuvo intención de hacerlo alguna vez. Él pensaba que a los hijos no había que tenerlos en estima, pues eran como sanguijuelas que te penetraban hasta lo más hondo de tu ser y luego te dolía soltarlos. Él nunca se preocupó por ellos. Pero aquel día, después de diecisiete años de silencio, quiso llamarles. Quería contarles uno por uno todos los errores que había cometido a lo largo de su vida y recordarles que nunca habrían de hacer lo mismo que él. Hablarles de sus años en la mafia, de la droga y de toda la mierda en la que había estado metido desde que salió de Moscú en el 48. Pero también sabía que por muchas ganas que tuviera, nunca lo haría. Boris no era hombre de pedir perdón y menos de reconocer sus errores. Poco después de morir, rebuscando su testamento entre papeles, Miroslava y yo descrubrimos que Markov era uno de los siete hijos de Boris, quizá el mayor. Nunca se lo dijimos. Creimos conveniente evitar a Markov pensar que Boris era su padre, a él nunca le agradó Boris, ni su manía de embalsamar periquitos.

5 comentarios:

  1. Tus textos me llevan a otros mundos.
    Genial.

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  2. Guau, no sé que decir :)
    Un beso

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  3. Pobre Boris, seguro que murió solo con el corazón corroido por no pedir perdón.

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  4. A mí el que me da pena es Markov, sisí, mejor que no se lo hayáis contado.

    pd. no sabes el placer que supone leerte :)

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