Vivía con la esperanza de una brisa del viento. Del levante, del poniente. De aquí o de allá. Vivia con el miedo en el cuerpo y el corazón atenazado entre los bordes de las costillas. Con el sexo húmedo y los labios mojados. Esperando el momento preciso. La oleada fria correcta. Entonces, mientras tú te detenías a recogerte el pelo detrás de la oreja y el polvo se te metía en las pupilas; tu falda se levantaría suave, mecida más de lo correcto, dejando a la vista de mis párpados tus muslos pálidos. Sentiría entonces como el propio clima te quitaba, fugaz, la inociencia absurda de tu adolescencia. Tu propio dolor.

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