No es que no habláramos nunca, es que su acento ruso tan cerrado hacía que comunicarnos resultara imposible. Una de las últimas veces que Olga y yo hablamos pude sentir todavía el vacio hueco de sus ojos claros, lo ví tan de cerca, que casi me sentí doler a mí mismo. Siempre supuse que sería causa de haber nacido en la República Democrática Alemana y no en el otro lado, y haber estado siempre más dispuesta a dar que a recibir. A la angustia existencial de los pintores de aquella zona y esas cosas. Estaba claro que ella no compartía la afición demoledora de Boris, la de los periquitos, digo. Y a veces la encontraba en una esquina de la habitación mirando fijamente a la pared, como castigada, impidiéndose mirar cómo Boris rellenaba las alas de un nuevo pájaro verde. Muchas veces se me antojaba preguntarla que qué hacía allí, por qué no salía a la calle, para olvidarse de la tortura que Boris le hacía padecer cada tarde. Cuando entendía lo que decía, entre ecos nauseabundos de palabras que nunca eran, me parecía entender algo de bombas caídas del cielo. Siempre supuse que ella tenía miedo de salir a la calle y encontrarse de nuevo en Alemania. Por eso permanecía allí, en Moscú, a la espera de que Boris terminara de embalsar una y otra vez.

1 comentario:

  1. Pobre Olga.
    (dile que si quiere yo le doy sonrisas para que no piense en Alemania)

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